“Un brote de bambú escapando de su vaina.
¡Un
guerrero en armas!”
Kawai Chigetsu
Cuando necesitaba borrar los límites de su cuerpo, cuando
quería volar escapando de la realidad palpable y encontrarse a sí misma, se
refugiaba en un templo budista tibetano enclavado en una callejuela estrecha de
un barrio de la capital.
Aquel día esperaba más gente de lo habitual a las puertas de
la sala de meditación, pero no le pasó inadvertida la presencia de un hombre,
que desprendía un magnetismo desconcertante.
Descalzándose, uno por uno fueron entrando, postrándose algunos
ante la imagen de Buda y adoptando la postura del loto en sus cojines. El
sonido de los cuencos tibetanos resonaba armónicamente, induciendo a un estado profundo
de relajación. Una vibración interna se apoderó de ella, y de repente visualizó
claramente al hombre, en esa misma sala, portando un hacha en una mano y una
caña de bambú en la otra. Esa revelación tenía un significado y optó por ser
mensajera para el hombre.
“No es la primera vez que me adjudican un pasado hostil, fui
guerrero mongol en otra vida”.
De hecho, era la dualidad personificada: físico imponente,
complexión atlética, rasgos afilados y marcados, pero sus ojos de color vino
reflejaban una bondad que desentonaba con el resto del conjunto. “Yo camino,
soy peregrino”.
No puede resistir la tentación de invitarle a cenar en su
casa. Mientras narra cómo sus acciones mortificantes del pasado le han llevado
a su peregrinaje y a tomar refugio en el dharma, ella siente perderse en el
brillo de sus ojos.
La invita a que mediten juntos. Se sientan uno junto al otro,
creando un único espacio, fluyendo, abrazando la energía del otro durante un
tiempo.
Abren los ojos y se miran. Él se acerca a sus labios y los
roza, muy lentamente, se besan. Su pecho
es puro fuego, una llama incandescente que va consumiendo poco a poco todo su cuerpo,
despertándola por fin de un largo letargo. La total apertura de espíritu y
sentidos propicia una fusión cálida, un intercambio de sensaciones, un estado
contemplativo de la entrega, sin expectativas.
Se desnuda frente a ella mostrando su cuerpo torneado, quitándose
por último el “mala” del cuello. Comienza a acariciarle, a moldearle de arriba
a abajo, a estudiar cada resquicio de esa piel sedosa que huele a canela y
sándalo.
De repente, la toma en brazos apenas sin esfuerzo y es
entonces cuando aparece el guerrero: preciso, aceptando el desafío, preparado
para la lucha de los cuerpos. La posee embistiéndola con fuerza, se esfuerza,
suda, resuella, aprieta sus senos, jadea, la estrecha contra su cadera mordiéndola
el cuello, la domina, la intoxica, la envenena.
Fue a despedirle a la estación de autobuses. Portaba un
bastón de madera de cerezo que terminaba en una “V” en su parte superior, como
la inicial de su nombre. Se le antojó fantasear que aquel cayado simbolizaba el
propósito de su cruzada, ella era el estandarte de su peregrinaje y le apoyaría
en los momentos de fatiga, dándole el ánimo necesario para seguir adelante y
continuar hasta el final. Pero la
ponzoña la seguiría envenenando día tras día…
“Caña de bambú,
sintiéndose viento.
Soñando silbar entre
los árboles del camino.
Buscando dónde
enterrar el hacha de guerrero
para poder librar la
batalla, y regresar por fin a casa”.